Como toda las novelas de John Grisham enmarcadas dentro de lo que se dio en llamar el legal thriller, la trama de sus libros gira alrededor de estudios de abogados que cobran cifran monstruosas por sus servicios legales, con principios que muchas veces está reñidos con la moral y las buenas costumbres.
Y que representan obviamente a multinaciones que facturan miles de millones de dólares al año.
El Socio no se aparta de esta temática aunque su trama no está tan directamente vinculada al mundo de los abogados como otros libros sino a la relación personal entre dos de ellos.
Esta situación de ganar amplias sumas de dinero sin ningún control por parte de las entidades bancarias no garantiza en El Socio a su protagonista un final feliz, debido principalmente a sus propios errores.
Reseña
La historia inicia con la noticia de la muerte de un integrante de un prestigioso buffet de abogados en un accidente de auto.
Aparentemente el auto se descontroló en una curva, golpeó contra un árbol y cayó en un barranco incendiándose.
Los restos carbonizados del conductor no han hecho posible su identificación pero se presume que sean de Patrick Lanigan.
La compañia de seguros ha indemnizado la esposa, ahora viuda, que ha encontrado en seguida conforto en un amante.
Mientras tanto en Brasil, un grupo de detectives privados luego de varios años de búsqueda, logran individualizar y secuestrar a Danilo Silva, que resulta ser Patrick Lanigan quien había fraguado su muerte engañando a todo el mundo. Y que había previsto absolutamente todo. Incluso su propia detención, secuestro y traslado a los EE. UU.
En este caso, una alarma en el interior de la casa que habitaba habría sonado en el domicilio de Eva Miranda, (amante y con la cuál condividía su secreto, además de ser también un abogada en su país natal) en San Pablo la cuál tenía precisas instrucciones a seguir a partir de ese momento.
Toda la historia se desarrolla alrededor de tres ejes: un fraude colosal contra el gobierno de los EE. UU., una trama urdida por los socios más altos del buffet para el que trabajaba Lanigan y de la cuél él había tenido conocimiento por simple coincidencia y noventa millones de dólares que han desaparecido.
Lanigan es detenido, llevado a una cércel militar en Puerto Rico, interrogado y cuando el gobierno se da cuenta del escándalo mayúsculo que se puede desatar si se conoce la verdad decide de negociar con Lanigan si éste restituye el dinero. Al cuál ya le ha sacado una considerable cantidad de intereses.
Lo que Lanigan no sabía es que los socios a veces más hábiles que los verdaderos patrones.
Y así cuando después de haber negociado con el gobierno la devolución del dinero en cambio de la inmunidad decide de reunirse con su amada en Suiza, una desagradable sorpresa lo espera. No hay nadie a esperarlo.
Una novela llena de suspenso y giros, en el que el ingenio de una persona que trata de imprimir un nuevo ritmo a su vida lejos de las presiones cotidianas a que se profesión lo somete, se transforma de repente en el artífice de una trama en la que el peligro, la estrategia, el amor y la amistad se entrelazan en el mejor estilo de John Grisham en una sucesión ininterrumpida de huidas, hallazgos, chantajes, sobornos y confesiones, mafia de por medio, que acompañarán al lector hasta la disipación final de todas las sombras sobre la historia de Patrick Lanigan y Danilo Silva.
Trama
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El socio mayoritario estudió el currículum por enésima vez y por enésima vez no encontró nada que objetar a Mitchell Y. McDeere, al menos sobre el papel. McDeere, al menos sobre el papel. Tenía inteligencia, ambición, buena presencia. Y tenía hambre: tenía que tenerla, con esos antecedentes. Estaba casado, por supuesto. El bufete nunca había contratado a un abogado soltero y desaprobaba enérgicamente el divorcio, la persecución de mujeres y los hábitos de bebida. El contrato incluía un control de drogas. Está especializado en derecho administrativo, ha aprobado el examen de acceso a la abogacía en su primer intento y aspira a convertirse en abogado fiscalista, lo que obviamente es un requisito importante para un bufete especializado en asuntos fiscales. Era blanco y el bufete nunca había contratado a un negro: conseguía mantenerse muy reservado y exclusivo porque nunca solicitaba candidaturas. Otros bufetes lo hacían y contrataban a negros. Éste, en cambio, adquiría socios y seguía siendo todo blanco. Además, tenía su sede en Memphis, y los negros más cualificados querían ir a trabajar a Nueva York, Washington o Chicago. McDeere era hombre y no había mujeres en el bufete. Ese error sólo se había cometido una vez, a mediados de los años cincuenta, cuando habían tomado como socia a la mejor graduada de Harvard, que sí era mujer y una auténtica maga en lo que a problemas fiscales se refería. Había soportado cuatro años turbulentos y murió en un accidente de coche.
Sobre el papel, McDeere parecía prometedora. Ella representaba la mejor oportunidad para ellos. De hecho, no había otros candidatos posibles para ese año. La lista era muy corta: o McDeere o nadie.
El socio gerente, Royce McKnight, estudió un dossier titulado «Mitchell Y. McDeere - Harvard». Era un expediente de un par de centímetros de grosor, con informes en letra diminuta y unas cuantas fotografías, y había sido preparado por ciertos ex agentes de la CIA que trabajaban en una agencia de inteligencia privada con sede en Bethesda. Eran clientes de la empresa y realizaban investigaciones todos los años sin presentar factura. Era un trabajo fácil, decían, controlar a estudiantes de Derecho desprevenidos. Habían descubierto, por ejemplo, que McDeere prefería marcharse del noreste, que tenía tres ofertas de trabajo, dos en Nueva York y una en Chicago, y que la más alta era de 76.000 dólares, la más baja de 68.000 dólares. Estaba muy solicitado. Durante su segundo año en la universidad le habían dado la oportunidad de hacer trampas en el examen de valores públicos. Se había negado y había obtenido la nota más alta de su clase. Dos meses antes le habían ofrecido cocaína en una fiesta de estudiantes. Había dicho que no y, cuando todos empezaron a esnifar, se marchó. De vez en cuando se tomaba una cerveza, pero beber costaba dinero y él no tenía dinero. Tenía una deuda de unos 23.000 dólares con el fondo de préstamos estudiantiles. Tenía hambre.
Royce McKnight hojeó el expediente y sonrió. McDeere era su hombre.
Lamar Quin tenía treinta y dos años y aún no se había hecho socio. Lo habían traído allí para proyectar una imagen juvenil en nombre del bufete Bendini, Lambert & Locke, que en realidad era un bufete joven, ya que casi todos los socios dimitían poco antes o poco después de los cincuenta años y se jubilaban con mucho dinero. Lamar Quin se convertiría en socio. Con unos ingresos garantizados de seis cifras para el resto de su vida, podría disfrutar de los trajes a medida de mil doscientos dólares que tan bien le sentaban a su alta y atlética figura. Entró despreocupadamente en la suite de mil dólares diarios y se sirvió otra taza de café descafeinado. Miró el reloj y luego a los dos socios sentados en la pequeña mesa de reuniones junto a las ventanas.
A las dos y media alguien llamó a la puerta. Lamar volvió a mirar a los socios, que metieron el currículum y el informe en una bolsa abierta. Los tres sacaron sus chaquetas. Lamar se abrochó el último botón y abrió la puerta.
«¿Mitchell McDeere?», preguntó con una gran sonrisa, tendiendo la mano derecha.
«Sí». Se estrecharon la mano con energía.
«Encantado de conocerte, Mitchell. Soy Lamar Quin».
«Es un placer. Por favor, llámame Mitch». McDeere entró y enseguida dirigió su mirada a la gran sala.
«Claro, Mitch». Lamar le puso una mano en el hombro y lo condujo hasta los socios, que se presentaron con la mayor cordialidad. Le ofrecieron café y luego agua. Se sentaron alrededor de la mesa de caoba pulida e intercambiaron las cortesías habituales. McDeere se desabrochó la chaqueta y cruzó las piernas. Ya era un veterano en la búsqueda de empleo y sabía que le querían. Se relajó. Con tres ofertas de trabajo de tres de los bufetes más prestigiosos del país, no necesitaba esa entrevista ni ese bufete. A estas alturas podía permitirse un cierto exceso de confianza. Había venido por curiosidad. Y aspiraba a un clima más cálido.
Fuente imágenes: John Grisham
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