domingo, 29 de septiembre de 2024

Baal, el Príncipe del Infierno, de Robert McCammon, la semilla edionda del mal y la destrucción

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Baal, el Príncipe del Infierno, de Robert McCammon, la semilla edionda del mal y la destrucción

Robert R. McCammon (Birmingham, 17 de julio de 1952) es un novelista estadounidense.

Debutó en 1978 con la novela Baal, iniciando una prolífica carrera como novelista que le llevó a escribir un total de trece novelas antes de tomarse un largo descanso a finales de 1992. Recientemente ha vuelto a publicar: en 2002 se reincorporó al mercado con Speaks the Nightbird y en 2007 llegó su última The Queen of Bedlam.

En Italia, McCammon ha sido redescubierto recientemente por Gargoyle Books, la editorial romana especializada en ficción de terror, que publicó Hanno sete (Tienen sed) en 2005. Il bacio oscuro (Ellos tienen sed, 1981), en 2006 L'ora del lupo. Las garras de la noche (The Wolf's Hour, 1989), en 2007 El camino oscuro (Mystery Walk, 1983), en 2009 La maldición de la casa Usher (Usher's Passing 1984), inspirada en el cuento El hundimiento de la casa Usher de Edgar Allan Poe, y en 2010 Mary Terror (Mine, 1990).

Descubrí a esta autora en un mercadillo donde compré el libro El canto del cisne. Me fascinó tanto su lectura que empecé a buscar el resto de sus obras.

En orden cronológico de la primera a la última, comenzaré haciendo una reseña completa y detallada de cada novela.

TRAMA

Baal, el tremendo dios de los fenicios, sembrador del Caos, está de nuevo entre los vivos. Tras la pista de Baal se encuentran unos cuantos individuos que han presentido la inminencia de un peligro extraordinario, y que quizá sean los únicos capaces de detenerlo a tiempo: un chamán llamado Zark, un profesor de teología y un personaje ambiguo pero voluntarioso, Michael. ¿Qué es exactamente lo que quieren evitar? ¿Por qué creen, o temen, que lo de Baal ya no es sólo un mito, sino una terrible realidad?

La violencia rasgaba el cielo.

Kul-Haziz la olfateó en el aire. Apestaba a espadas chocando entre sí, a sudor, a sangre fresca, a antigua culpa.

Alarmado, apartó los ojos de las ovejas agachadas pastando, entrecerró los párpados y miró hacia el norte. Inmóvil en la blancura del cielo, el sol ardía como hacía mil años. Con su mirada podía ver lo que ocurría más allá de los barrancos y aún más allá, más allá de las tierras bajas y los pastos, detrás de las colinas que se alzaban en la distancia. Veía lo que Kul-Haziz no podía ver. Kul-Haziz sólo podía olerlo.

Sin apartar los ojos del horizonte velado por la niebla, Kul-Haziz recogió su nudoso bastón del suelo y avanzó lentamente entre el rebaño, rozando los flancos de las bestias. Él, su mujer y su joven hijo siempre habían seguido el camino de la lluvia, porque la lluvia traía hierba. La vida del rebaño. Y ahora, hacia el norte, donde se alzaba la ciudad de Hazor, se acumulaban grandes formas oscuras que parecían nubes. Pero no lo eran. No había olor a lluvia en el aire; si lo hubiera habido, Kul-Haziz lo habría notado hace unos días. No. No había olor a lluvia. Sólo había olor a violencia.

Detrás de él, bajo la cortina de pieles de cabra, su mujer dejó de trabajar el cuero y levantó la vista. Frente a él, al otro lado del valle, su hijo había, hasta hacía unos momentos, golpeado el suelo con su bastón, para invocar a algún animal extraviado. Ahora ya no golpeaba, y miró a su padre.

Kul-Haziz estaba quieto como una piedra. Levantó una mano y se la puso delante de los ojos para protegerlos del resplandor del sol. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Recordó las palabras de los otros pastores nómadas. La ira de Yahvé está sobre nosotros. Somos una raza condenada, dijeron con voz temblorosa. Yahvé nos destruirá a todos por nuestra maldad. Así murmuraban los profetas pastores, los nómadas de las llanuras, los señores de las colinas. Kul-Haziz sintió que su corazón latía tumultuosamente. Sonaba como una voz que gritaba, exigiendo saber.

Su hijo se abrió paso a través del rebaño y llegó a su lado. Le agarró la mano.

Hubo un destello parecido a un relámpago, pero no era un relámpago. Muy al norte, en dirección a la ciudad de Hazor. Un destello azul e intenso, cegador, brillante, terrible. Kul-Haziz se cubrió los ojos con la mano. Su hijo lo abrazó y escondió la cara en su pecho. Detrás de él, su mujer lanzó un grito de terror; las ovejas huyeron en todas direcciones. Kul-Haziz sintió un rubor en el dorso de la mano. Cuando el sofoco cesó, volvió a abrir los ojos y ya no vio el destello. Su hijo lo miraba fijamente: en sus ojos había una pregunta que Kul-Haziz no se atrevía a responder.

Y entonces lo vio. Más allá de los barrancos, al borde de la llanura, los árboles se doblaban bajo un viento impetuoso, se rompían y se incendiaban. Y las extensiones cubiertas de hierba se volvieron negras, como si las hubiera pisoteado un ejército que se alejaba de Hazor. El ejército de llamas cruzó la llanura, la quemó. Las zarzas se incendiaron. La arena se arremolinó.

El viento alcanzó a Kul-Haziz en el valle bajo cubierto de hierba, giró a su alrededor, intentó arrancarle los harapos que lo cubrían, le sopló el secreto al oído. Las ovejas balaron aterrorizadas.

En unos instantes llegaría también el fuego que había consumido Hazor y que ahora consumía a todo ser viviente en los alrededores de la ciudad. Kul-Haziz se dio cuenta de que a él y a su familia sólo les quedaban unos pocos respiros antes de que el aire, cada vez más caliente, se convirtiera en una llamarada blanca.

Su hijo, a su lado, murmuró: - ¿Padre...?

Los profetas habían dicho la verdad. Sus calaveras y palos, sus palabras escritas en el cielo, habían predicho la proximidad del fin. Era sólo cuestión de tiempo.

Kul-Haziz dijo: - El gran dios Baal ya no existe. Se quedó quieto como una piedra.

Una piedra incendiada.

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